jueves, 14 de mayo de 2009

Golondrinas y verano II


Esta noche he recibido desde Argentina el siguiente comentario. Creo que es mejor que se lea aquí:







Fabiana ha dejado un nuevo comentario en su entrada "Golondrinas y verano":

a veces contemplamos las golondrinas que en verano anidan en los paredones de los muelles del Paraná (en el Parque de España), también hay árboles que se llenan de golondrinas en Alberdi (mi barrio de infancia), vuelven cada año y nos recuerdan el paso del tiempo.Como toda argentina, recordando siempre al inmortal Carlitos...
Golondrinas

Letra: Alfredo Le Pera
Música: Carlos Gardel

Golondrinas de un solo verano
con ansias constantes de cielos lejanos...
Alma criolla, errante y viajera,
querer detenerla es una quimera...
Golondrinas con fiebre en las alas,
peregrinas borrachas de emoción...
Siempre sueña con otros caminos
la brújula loca de tu corazón...
Criollita de mi pueblo,
pebeta de mi barrio,
la golondrina un día
su vuelo detendrá;
no habrá nube en sus ojos
de vagas lejanías
y en tus brazos amantes
su nido construirá.
Su anhelo de distancias
se aquietará en tu boca
con la dulce fragancia
de tu viejo querer...
Criollita de mi pueblo,
pebeta de mi barrio,
con las alas plegadas
también yo he de volver.

En tus rutas que cruzan los mares,
florece una estela azul de cantares
y al conjuro de nuevos paisajes
suena intensamente tu claro cordaje.
Con tu dulce sembrar de armonías
tierras lejanas te vieron pasar;
otras lunas siguieron tus huellas,
tu solo destino es siempre volar.

Compuesto en 1934 y cantado por Carlos Gardel en la película "El tango en Broadway".

martes, 12 de mayo de 2009

Golondrinas y verano


Cuando era pequeño sabía que había llegado el verano por el vuelo de las golondrinas. Entonces los calendarios no siempre regían las estaciones, al contrario, otras cosas más livianas en apariencia decían estamos aquí, ha llegado el verano, ya es primavera. Así, por ejemplo, una camiseta corta regalada en febrero hacía que quisiéramos ser verano, un poco de ese verano en el que por otra parte el simple anhelo de una manga larga a su vez adelantaba en varios meses el invierno siguiente.

Las golondrinas entraban en la plaza de los cerezos, volaban, trazaban giros imposibles, piaban de una forma viva y enérgica. ¿Cómo volar así? Pura energía. Y yo me quedaba mareado en parte por la astenia primaveral respirando esa luz que ya olía de otra forma, como si el verano pudiera tener un olor y fuera ese. De pronto las noches se hacían cortas, de pronto hacía mucho calor, el cuerpo traspiraba, tenías unas ganas terribles de vivir. Y pensé en cómo una cosa tan pequeña y tan oscura podía traer el verano infinito y luminoso. Y no encontraba nunca respuesta.

Han pasado los años y sigo sintiendo lo mismo. Hoy me he dado cuenta, de pronto, al salir al mundo por mi calle, que de nuevo estaba el verano aquí. Las he visto, me he vuelto hacia atrás, a los diez años, cuando el mundo aún era interesante sin esfuerzos, lleno de asociaciones sorprendentes, de significados no siempre plausibles para los significantes del mundo. Y las he visto revolotear por mi calle. Es verano, me he dicho, es verano de nuevo. Y cuando he vuelto a casa he buscado un poema que había esbozado hace seis o siete años en la Residencia de estudiantes de Madrid, porque sabía que esto ya lo había escrito:

Entre las copas de los árboles –dice el poema- / la mano del invierno se despereza./ Sobre los edificios,/ a los lejos, se escuchan/ los cantos estridentes de las aves/ que hilvanan un zurcido negro / en el azul de la mañana.
La fresca vaharada de la acequia/ canta su cantinela:/ es la luz del verano/ la que se escapa entre los dedos.

Y al terminar de releerlo me he sentido feliz. Hay cosas que no cambian, me he dicho, y está bien que no lo hagan.

lunes, 4 de mayo de 2009

La balada del Checo


Yo no soy tu personaje, pensó. Es imposible que me conviertas en el personaje de este relato.

Pero en su interior sabía que era bastante probable que aquel relato hablara de él, que él, con sus trazas de antihéroe fuera el protagonista de aquel relato. No era la primera vez que este escritor tomaba la vida de algún amigo como hilo argumental de sus relatos. Pensó que tendría que hablar con De Morales para saber cómo sería su vida a partir de ahora. Sabía que tendría que aclarar lo antes posible este malentendido, que tendría que valorar las consecuencias de este error, de este fallo de dimensiones aún no sopesadas.

Tal vez sólo fuera una coincidencia, pensó. Es imposible que me convierta en el personaje de este relato.

Un coincidencia, se dijo, pero allí estaba su nombre, escrito al inicio de todo. La balada del Checo, leyó, releyó. En otras ocasiones anteriores se había identificado con algún texto del salón de los pasos perdidos, el blog de Antonio, pero ahora no era sólo que se idenficiara con un texto de la red, es que ahora era él quien lo protagonizaba. Había pasado del despecho al protagonismo.

Y qué sería de él a partir de ahora. Es imposible que me convierta en el personaje de este relato, se dijo, una vez más.

Y tomó una determinación, haría todo lo posible para que esto no sucediera, para que la historia no progresara, para que los hechos no tuvieran ninguna relevancia, para aburrir al lector, para que desistiera de la lectura y que cansado cerrara con sólo un click la ventana de este blog.

Y se puso a leer. Eligió el libro más aburrido que encontró. Se acomodó bajo la luz de la ventana. Puso música. Cogió las gafas y se las subió con el índice. Y de pronto sonó el teléfono, en la calle se escuchó un estruendo ensordecedor y su madre empezó a gritar alarmada en la planta de abajo.

El corazón delator: segunda versión

El corazón delator: primera versión

domingo, 3 de mayo de 2009

domingo, 26 de abril de 2009

Secretos del corazón


Ayer, mientras veía Secretos del corazón me acordé de algo que me había sucedido cuando era pequeño. Más que sucederme debería decir algo que yo había provocado. Era verano. Porque el recuerdo es de una mañana soleada en la que no había clase, o tal vez, tan sólo era un sábado pero ya de primavera o simplemente un día de esos de invierno en los que parece que las estaciones se tocan por los extremos, como si el tiempo fuera un pañuelo plegado.

Le ofrecí cien pesetas a una niña para que se bajara las bragas. A veces pienso en eso, pienso en esa niña, tal vez de mi misma edad o quizás mayor, pienso en su camiseta blanca, su falda plisada. En mi recuerdo se sube la falda sin más y ahí está su cuerpo desnudo. Nadie toca a nadie. Nadie dice nada. Pasan cuatro, cinco segundos y zas, la falda vuelve a su sitio. La chica se la alisa con las manos. Sonríe. Se marcha.

Treinta años después sigo ahí, arrodillado, en el mismo lugar.