
Cuando era pequeño sabía que había llegado el verano por el vuelo de las golondrinas. Entonces los calendarios no siempre regían las estaciones, al contrario, otras cosas más livianas en apariencia decían estamos aquí, ha llegado el verano, ya es primavera. Así, por ejemplo, una camiseta corta regalada en febrero hacía que quisiéramos ser verano, un poco de ese verano en el que por otra parte el simple anhelo de una manga larga a su vez adelantaba en varios meses el invierno siguiente.
Las golondrinas entraban en la plaza de los cerezos, volaban, trazaban giros imposibles, piaban de una forma viva y enérgica. ¿Cómo volar así? Pura energía. Y yo me quedaba mareado en parte por la astenia primaveral respirando esa luz que ya olía de otra forma, como si el verano pudiera tener un olor y fuera ese. De pronto las noches se hacían cortas, de pronto hacía mucho calor, el cuerpo traspiraba, tenías unas ganas terribles de vivir. Y pensé en cómo una cosa tan pequeña y tan oscura podía traer el verano infinito y luminoso. Y no encontraba nunca respuesta.
Han pasado los años y sigo sintiendo lo mismo. Hoy me he dado cuenta, de pronto, al salir al mundo por mi calle, que de nuevo estaba el verano aquí. Las he visto, me he vuelto hacia atrás, a los diez años, cuando el mundo aún era interesante sin esfuerzos, lleno de asociaciones sorprendentes, de significados no siempre plausibles para los significantes del mundo. Y las he visto revolotear por mi calle. Es verano, me he dicho, es verano de nuevo. Y cuando he vuelto a casa he buscado un poema que había esbozado hace seis o siete años en la Residencia de estudiantes de Madrid, porque sabía que esto ya lo había escrito:
Entre las copas de los árboles –dice el poema- / la mano del invierno se despereza./ Sobre los edificios,/ a los lejos, se escuchan/ los cantos estridentes de las aves/ que hilvanan un zurcido negro / en el azul de la mañana.
La fresca vaharada de la acequia/ canta su cantinela:/ es la luz del verano/ la que se escapa entre los dedos.
Las golondrinas entraban en la plaza de los cerezos, volaban, trazaban giros imposibles, piaban de una forma viva y enérgica. ¿Cómo volar así? Pura energía. Y yo me quedaba mareado en parte por la astenia primaveral respirando esa luz que ya olía de otra forma, como si el verano pudiera tener un olor y fuera ese. De pronto las noches se hacían cortas, de pronto hacía mucho calor, el cuerpo traspiraba, tenías unas ganas terribles de vivir. Y pensé en cómo una cosa tan pequeña y tan oscura podía traer el verano infinito y luminoso. Y no encontraba nunca respuesta.
Han pasado los años y sigo sintiendo lo mismo. Hoy me he dado cuenta, de pronto, al salir al mundo por mi calle, que de nuevo estaba el verano aquí. Las he visto, me he vuelto hacia atrás, a los diez años, cuando el mundo aún era interesante sin esfuerzos, lleno de asociaciones sorprendentes, de significados no siempre plausibles para los significantes del mundo. Y las he visto revolotear por mi calle. Es verano, me he dicho, es verano de nuevo. Y cuando he vuelto a casa he buscado un poema que había esbozado hace seis o siete años en la Residencia de estudiantes de Madrid, porque sabía que esto ya lo había escrito:
Entre las copas de los árboles –dice el poema- / la mano del invierno se despereza./ Sobre los edificios,/ a los lejos, se escuchan/ los cantos estridentes de las aves/ que hilvanan un zurcido negro / en el azul de la mañana.
La fresca vaharada de la acequia/ canta su cantinela:/ es la luz del verano/ la que se escapa entre los dedos.
Y al terminar de releerlo me he sentido feliz. Hay cosas que no cambian, me he dicho, y está bien que no lo hagan.
a veces contemplamos las golondrinas que en verano anidan en los paredones de los muelles del Paraná (en el Parque de España), también hay árboles que se llenan de golondrinas en Alberdi (mi barrio de infancia), vuelven cada año y nos recuerdan el paso del tiempo.Como toda argentina, recordando siempre al inmortal Carlitos...
ResponderEliminarGolondrinas
Letra: Alfredo Le Pera
Música: Carlos Gardel
Golondrinas de un solo verano
con ansias constantes de cielos lejanos...
Alma criolla, errante y viajera,
querer detenerla es una quimera...
Golondrinas con fiebre en las alas,
peregrinas borrachas de emoción...
Siempre sueña con otros caminos
la brújula loca de tu corazón...
Criollita de mi pueblo,
pebeta de mi barrio,
la golondrina un día
su vuelo detendrá;
no habrá nube en sus ojos
de vagas lejanías
y en tus brazos amantes
su nido construirá.
Su anhelo de distancias
se aquietará en tu boca
con la dulce fragancia
de tu viejo querer...
Criollita de mi pueblo,
pebeta de mi barrio,
con las alas plegadas
también yo he de volver.
En tus rutas que cruzan los mares,
florece una estela azul de cantares
y al conjuro de nuevos paisajes
suena intensamente tu claro cordaje.
Con tu dulce sembrar de armonías
tierras lejanas te vieron pasar;
otras lunas siguieron tus huellas,
tu solo destino es siempre volar.
Compuesto en 1934 y cantado por Carlos Gardel en la película "El tango en Broadway".