martes, 31 de marzo de 2009

Los quicios

Últimamente, y no sé por qué, me gusta leer apoyado en la repisa de las ventanas. De pie, con el cuerpo ladeado sobre el quicio, donde el mundo se abre y cierra con la facilidad de una persiana. En la primera casa en la que viví las ventanas tenían grandes persianas de madera con grandes bisagras y pernios de metal que la aseguraban al marco. Tal vez sea una reminiscencia de mi infancia, aunque no van las cosas por ahí. Tal vez sea porque hace unos días vi con mis alumnos El cartero y Pablo Neruda y en una escena a mitad de la película aparece Mario Ruopolo, el cartero enamorado, que lee en la ventana, bajo la luz de la luna las metáforas de Neruda. Así que será por eso, o será porque llevo mucho tiempo sentando que me he puesto a leer en las ventanas, de pie, con ese atril que tanto se parece al mundo. Hoy, por ejemplo, el cielo gris enmarca mi lectura, le presta su atmósfera a esta novela de Le Clezio, El atestado, que se me está haciendo un poco cuesta arriba. Veo las antenas, y me acuerdo de Adam Zagajewski, y de aquellos días en los que leí algunos de sus libros, o los tejados que me traen desde muy lejos una novela de Bohumil Hrabal, donde un escritor sierra las patas de una pequeña mesa para sentarse en la pendiente del tejado de su casa a escribir.

Pero también sueño y medito y me barrunto cosas de la vida y del porvenir en las ventanas, cosas sencillas, como cuando el cartero le dice al poeta chileno, intentando comprender qué es la metáfora, que el mundo tal vez sea la metáfora de otra cosa. La sencillez de aquellas palabras de mi amigo Ginés cuando me dijo un día, de paseo, que la amistad era como un par de alas, remedando a Cernuda. Apoyado en esta ventana en la que escribo ahora, creo más bien, que la amistad es como este quicio, dos partes que pibotan sobre la misma necesidad y sobre el mismo placer.

viernes, 27 de marzo de 2009

La casa de las cien puertas



Un día desperté. Las luces de la mañana entraban zigzagueando entre las motas de polvo. Pensé, voy a contar una historia de una isla y de una niña, pero esa historia ya estaba contada, era como intentar hacer un blog con el nombre de otro blog que, seguramente, no coincidiría en nada con el tuyo. Mientras las primeras olas de la mañana borraban ese pensamiento otras posibilidades se agolpaban en tu cabeza, pero estabas muy cansado, habías tenido un sueño largo y reparador. Y el cuerpo, igual que le pasa a los ojos después de salir de un túnel, tardaba en acomodarse a la realidad.

A los pies de la cama estaban las maletas, las cajas con los libros empaquetados aún. Viste un pie desnudo, poco más, unas uñas largas y descuidadas. Dios mío, pensaste, dios mío, hay que hacer algo con esto. Te pusiste los vaqueros deformados por el uso, por el calor, como tú dices, la camiseta negra comprada en una oferta de unos grandes almacenes de una pequeña ciudad del sur.

Y estabas listo. Ahí, ahora, entonces. Chascaste los dedos y empezaron a abrirse las puertas y las ventanas. Entraba la luz, pero lo más importante, también salía esa oscuridad que habías llevado en el corazón durante algún tiempo.