viernes, 27 de marzo de 2009

La casa de las cien puertas



Un día desperté. Las luces de la mañana entraban zigzagueando entre las motas de polvo. Pensé, voy a contar una historia de una isla y de una niña, pero esa historia ya estaba contada, era como intentar hacer un blog con el nombre de otro blog que, seguramente, no coincidiría en nada con el tuyo. Mientras las primeras olas de la mañana borraban ese pensamiento otras posibilidades se agolpaban en tu cabeza, pero estabas muy cansado, habías tenido un sueño largo y reparador. Y el cuerpo, igual que le pasa a los ojos después de salir de un túnel, tardaba en acomodarse a la realidad.

A los pies de la cama estaban las maletas, las cajas con los libros empaquetados aún. Viste un pie desnudo, poco más, unas uñas largas y descuidadas. Dios mío, pensaste, dios mío, hay que hacer algo con esto. Te pusiste los vaqueros deformados por el uso, por el calor, como tú dices, la camiseta negra comprada en una oferta de unos grandes almacenes de una pequeña ciudad del sur.

Y estabas listo. Ahí, ahora, entonces. Chascaste los dedos y empezaron a abrirse las puertas y las ventanas. Entraba la luz, pero lo más importante, también salía esa oscuridad que habías llevado en el corazón durante algún tiempo.

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